El artículo de hoy no va a ser sencillo, no me va a gustar escribirlo y, a poco sensibles que estéis, tampoco vais a disfrutar mucho leyéndolo. Mi cerebro ha bloqueado una parte importante de lo que aconteció ese día, pero aquí va lo que he podido rescatar del recuerdo.
Una de las visitas que hicimos en el último viaje fue acudir a Illapata, silla y pata sin "S", según una de nosotros. Una comunidad situada a unos cuantos kilómetros al noroeste de Pumaorcco y que es lo más cercano al infierno que jamás he visitado. Claro que aquí el buen Satán se abriga con harapos y bebe alcohol de 100º, del que se desecha tras limpiar maquinaria pesada, para calentar su estómago vacío y borrar de su cerebro cualquier idea o ilusión que decidiese crear.
El primer día que acudimos a Pumaorcco, Cris, uno de nuestros miembros en el Cusco, nos anunció que más arriba de esa comunidad había otra mucho más pobre. Nuestras miradas se cruzaron, incrédulas y asustadas, nada podía ser peor, incluso Toni comentó que más arriba de Pumaorcco sólo estaba el cielo, pero se equivocó. Tras escuchar la descripción del lugar que nos hizo Cris decidimos acudir con urgencia para valorar con nuestros propios ojos las necesidades de la comunidad y ver si, dentro de nuestro presupuesto, podíamos destinar alguna parte para echarles una mano.
Subimos por la tarde, más o menos después de la hora de comer, desconocida ya que ninguno de nosotros comió en esos días. Todo el grupo saltamos a la furgoneta, nos despedimos de nuestros amigos pumaroqueños y arrancamos montaña pelada hacia la cumbre. Tardamos unos cuarenta minutos de baches y saltos antes de llegar.
La primera impresión no fue muy mala, incluso la visión de unas letrinas comunes nos dieron una alegría tan efímera como falsa. Bajamos de la furgoneta, nos estiramos un poco, alguno recogió un riñón perdido del interior del vehículo y, antes de que tuviéramos tiempo de abrir la portezuela trasera, un reguero de niños se acercó curioso. No tengo muchas fotos para ilustrar esta parte porque ni siquiera me atreví a sacar la cámara, no por miedo claro, sino por falso pudor.

Acudieron mujeres con más niños a recoger esas cuatro prendas de ropa y, con una dignidad escalofriante, la tomaban, nos lo agradecían y salían a sentarse en el suelo. El sol comenzaba a ocultarse y el frío se sentía cada vez con más fuerza, pero ellas se quedaron allí, quietas, sin hablar, sin hacer ruido, esperando quién sabe qué.




Les ofrecimos nuestra ayuda a cambio de que dejaran de beber, pero ...

No sé si volveré allí alguna vez, espero que no. Quizá volvamos a Illapata, pero deseo de corazón no volver a ese lugar jamás. Deseo con toda mi alma que no vuelva a existir una Illapata nuna más, pero no soy un iluso, he visto suficiente para perder la candidez que proporciona una buena televisión. Una vez más comprendí la fortuna infinita de haber nacido varón, blanco y occidental (además de alto y guapo), unos atributos tan preciados y caros que debería estar penado por ley desperdiciarlos en estupideces y banalidades.

